domingo, 23 de junio de 2013

EL BULÍN DE LA CALLE JUNÍN. Por Edwin Guzmán

De la noche a la mañana, como un acto sorpresivo de posesión, Ricardo Romero Flores apareció pintando. Los posters que tenía en su cuarto fueron cayendo como hojas secas y en su lugar brotaron cuadros que pintaba con febril intensidad.

Bregaba en medio de la experimentación y el deseo de plasmar sus temas con una visión distinta. Su taller -el famoso bulín de la calle Junín- fue un generoso espacio en el que convergieron artistas y las tertulias de viernes aquellos fragorosos 70 y 80 de fin de siècle; una bohemia de poncho y matraca atacaba la sordidez cotidiana para instaurar un espacio autárquico a través del discurso libertario del arte.

Para Ricardo -autobautizado como Lugui 94- la creación no estaba divorciada de la convicción por la construcción de un país más justo y solidario, un país respetuoso de su tradición cultural. Por ello, en su pintura reconcentró símbolos y trazos de la cultura andina: Esferas levitantes en medio de tempestades de coca e íconos que insinuaban seres míticos. Pintaba implosiones, el fantasma del viento agitándose entre fragmentos de tejido, pedazos de cerámica sembrada en el cuerpo del aire, pintaba desgarramientos y heridas, y la exhalación de los dioses sobre la piel de la Pachamama. Una suerte de meta-historia de las cosmovisiones y su desplazamiento por el espacio, más que por el tiempo.

Su grito de guerra "Y que viva la locura, carajo…" se escuchó en todo el país y las provincias del país y las comarcas, se escuchó también en la vieja Europa, donde vivió más de una década realizando numerosas exposiciones, y donde trabajó el género de la fotografía artística y publicó junto a su hermanos un lujoso álbum con fotografías y textos sobre el Carnaval de Oruro.

Conocedor de esa diversidad festiva que ostenta el país, tenía el vicio de visitar y participar en toda fiesta popular, del Norte al Sur y de Este al Oeste del país. A fines de 1970, recuerdo, decidí personalmente visitar una fiesta en Entre Ríos – el Chaco boliviano, cuando en medio de la algarabía y la música, escuché al fondo la estentórea voz de Lugui proclamando "Y que viva la locura, carajo…" Mi radar hizo lo que debía hacer, y de pronto nos vimos al centro de la fiesta tocando con las manos el sol de la dicha.

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